En la niebla eterna de Kirigakure, donde los guerreros se forjan en el crisol de la muerte, existió un hombre cuyo nombre resonó con el peso de un destino imparable. Mangetsu Hōzuki, el líder natural, el que empuñaba todas las espadas legendarias como si fueran extensiones de su alma. La imponente Hiramekarei en sus manos no solo era una espada: era un símbolo de poder absoluto.

Hōzuki no era un guerrero común. Dominaba la agua como si fuera su sangre, moviendo el flujo con la precisión de un dios. Su habilidad para manejar múltiples armas lo convirtió en un prodigio, un hombre capaz de enfrentar a cualquiera que osara desafiarle, siempre con una fría sonrisa de superioridad. Su presencia era un presagio de destrucción, pero, para los que lo servían, también era un faro de autoridad. Bajo su mando, los Siete Espadachines de la Niebla no solo luchaban: gobernaban.

A diferencia de sus compañeros, Mangetsu nunca necesitó demostrar su valía con palabras. Cada acción, cada batalla, era una declaración de su poder. Su liderazgo estaba forjado en el acero de sus espadas y en la crueldad de su visión. Los enemigos caían ante su espada, pero el verdadero enemigo de Mangetsu era su propia sed de perfección. No luchaba por gloria ni por honor, sino por ser el más grande, por ser el único.

Sin embargo, incluso los más grandes tienen un final. En la cima de su poder, Mangetsu Hōzuki desapareció, como si la niebla se lo hubiera tragado. Algunos dicen que fue la misma agua que manipulaba la que lo arrastró, engulléndolo en un mar de sombras. Otros, que sucumbió a sus propios demonios, incapaz de continuar bajo el peso de su obsesión por el control. Nadie sabe con certeza qué ocurrió, pero su legado, su destreza y su frío liderazgo, aún resuenan en las almas de aquellos que lo conocieron.