Cuando la Gran Alianza se rompió y el ideal de Konoha ardió hasta volverse cenizas, Madara dio la espalda a los pactos y fundó algo impensable: Yamigakure, la Aldea de la Sombra. No fue construida con esperanza, ni edificada por aliados. Nació del derramamiento de sangre, creció con la conquista y se alimentó del miedo. No había aldeanos, ni ninjas orgullosos… solo soldados adoctrinados. Allí, los nacimientos no se celebraban: se inventariaban. Los niños no eran protegidos, eran forjados en el fuego del Mangekyō. Los débiles eran descartados. Los clanes, disueltos. Solo quedaba un nombre, un símbolo, una voluntad ardiente como el infierno mismo: la de Madara.

No hubo Hokage, Mizukage ni consejo de ancianos. Solo un trono de obsidiana tallado con sacrificios, una mirada abrasadora como el sol en guerra, y un propósito podrido de poder. Madara no buscaba unir el mundo… quería someterlo. Cada Sharingan de su ejército fue robado, implantado, replicado. El Susanoo dejó de ser un último recurso divino y se convirtió en un ejército permanente: una legión de espectros invencibles marchando bajo la luna roja. No existía diplomacia. No había tratados. Yamigakure no forjaba alianzas: designaba objetivos.

A las puertas de Sunagakure… llovieron meteoritos.

En las sombras de Iwagakure… colapsaron montañas.

Y en los campos arrasados de Konoha… solo quedó polvo.

Madara, el Kage Absoluto, no gobernaba. Controlaba. Cada decisión era ley. Cada orden era destino. Su reinado no necesitó coronas ni rituales, porque su autoridad era tan real como el terror que provocaba su sola presencia. Y cuando el mundo entero hincó la rodilla ante su sombra, no se alzó como un dios misericordioso… sino como el hombre que rompió el ciclo con fuego y acero.

Un tirano eterno. Un salvador maldito. Un símbolo que no buscó amor, ni admiración… solo el eco eterno del miedo. Porque en ese mundo… no hubo paz. Solo la sombra.