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⚰️ Hidan ⚰️

¿Qué ocurre cuando la fe se convierte en una excusa para convertir el dolor en eternidad?

Hidan realizando su ritual: sangre, círculos y la mirada fanática de quien no teme a la muerte

⚰️ El Profeta del Dolor Infinito ⚰️

Hubo un mundo donde la plegaria no buscaba consuelo: buscaba sacrificio. Hidan no era un guerrero que amaba la lucha por gloria ni por honor; era un creyente que transformó la violencia en sacramento. La muerte, para él, dejó de ser final para convertirse en rito perpetuo.

Nacido entre sombras y resentimiento, Hidan encontró en la adoración a Jashin una respuesta simple y brutal: el dolor como ofrenda, la sangre como mantra. Su mundo se pobló de símbolos: el círculo ritual donde la piedad se mezclaba con la tortura, el cuchillo que no buscaba matar por eficacia sino por demencia devocional. Cada herida era un versículo; cada gemido, una oración.

En la Akatsuki halló el escenario perfecto. Allí, su doctrina de inmortalidad ritual encajó con la crueldad pragmática. No importaba si la batalla era justa o absurda; lo esencial era el sacrificio visible. Hidan llevó la liturgia a un extremo que pocos pudieron entender: mutilación performativa, ceremonias que recordaban más a misas sangrientas que a combates singulares.

En esa realidad alterna que describimos, Hidan no se contentó con ser ejecutor: se convirtió en profeta. Reunía a seguidores entre los desesperados y los fanáticos, a los heridos que buscaban sentido en el tormento. Les enseñaba que la muerte no es castigo sino promesa: quien moría por Jashin no desaparecía, sino que reaparecía con el sello del culto. Esa promesa erosionó cualquier frontera moral entre víctima y verdugo.

Sus rituales eran teatralidad calculada. Antes de cada sacrificio hacía proclamas, pronunciaba nombres y trazaba símbolos con la sangre de sus fieles. Cuando el vínculo se sellaba, Hidan podía recibir el daño físico sin perecer: los cortes, las punzadas y las dagas simplemente pasaban a través de su carne como si la vida fuera un atuendo que podía cambiarse. La leyenda de su invulnerabilidad atrajo tanto a seguidores como a terroristas oportunistas.

Pero la inmortalidad de Hidan tenía un precio: la perpetuación de heridas. A diferencia de quienes buscan la gloria, él acumulaba cicatrices teológicas: recuerdos de torturas infinitas, réditos de dolor que no sanaban porque no debían sanar. Esa condición lo volvió más feroz y más frío. Los que intentaron razonar con él hallaron sólo sonrisas y una convicción que sonaba a predicación demencial.

Con paso del tiempo, Hidan se volvió leyenda ambivalente. Para algunos era martirio positivo; para otros, abominación. Sus víctimas no siempre morían de inmediato: muchas eran transformadas en reliquias vivientes, destinados a sufrir en público para reforzar la fe. Donde otros líderes buscaban el control político, Hidan buscaba la dominación espiritual: que el mundo aceptara que el dolor es elevación.

La paradoja final se presentó cuando la inmortalidad dejó de ser victoria. Hidan, inmune al daño físico, empezó a sufrir en un plano más íntimo: la imposibilidad de morir borró la esperanza de redención. Con cada combate prolongado, con cada ritual repetido, su fe se volvió menos liberadora y más cárcel. La eternidad, que a primera vista parecía triunfo, se volvió una condena: un eco de lamentos que le recordaba una y otra vez lo que había sacrificado.

Y así quedó: el profeta que deseaba convertir el dolor en luz terminó preso de su propio altar. La enseñanza de Jashin siguió propagándose en susurros y cultos secretos, y la sombra de Hidan persistió como aviso: hay fe que salva y fe que consume; la suya fue la segunda.

☠️ Dato Prohibido ☠️

En lo más oscuro de los archivos prohibidos circula un rumor: Hidan poseyó una serie de manuscritos rituales que no solo describían el proceso de inmortalidad, sino que incluían variantes para transferir parte del tormento a otros. No era magia avanzada: era teología perversa. Las páginas detallaban cómo enlazar la esencia de un creyente a la de un no creyente mediante símbolos, objetos y actos concretos, permitiendo que el verdugo compartiera su carga —o que la impusiera— sobre una víctima seleccionada.

Tras la caída de la Akatsuki, esos manuscritos fueron buscados por fanáticos, mercaderes de reliquias y gobiernos. Varias copias desaparecieron; otras fueron quemadas. Sin embargo, hay testimonios que hablan de fragmentos vendidos en mercados clandestinos y de rituales improvisados que dejaron comunidades enteras marcadas por enfermedades psicosomáticas inexplicables. El peligro no era sólo físico: era social y moral.

El dato más prohibido es peor: se dice que Hidan creó un artefacto ritual —una estatuilla corroída por la sangre— que funcionaba como ancla. Quien la poseyera podría, con las fórmulas adecuadas, imponer parte de su sufrimiento a otra persona. Varios de sus íntimos la ocultaron por temor a su poder; otros la destruyeron. Pero no todos. Si ese objeto sobrevive, la doctrina sangrienta de Hidan podría resurgir no sólo como culto, sino como mecanismo de venganza sistemática.

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