Karin nació en la bruma roja de una guerra que nunca pidió.

Su primer llanto no fue escuchado por una madre dulce ni envuelto en una manta cálida. Fue un gemido débil, perdido entre gritos y cenizas, mientras los adultos la miraban como un simple recurso: un recipiente rojo para futuros sacrificios.

El linaje Uzumaki, famoso por su vitalidad y longevidad, era codiciado como un tesoro maldito. Pero en Karin, ese don no era un regalo… era una sentencia. Su chakra era tan potente que los heridos la buscaban como animales desesperados. No la veían como una niña. La veían como una fuente ambulante de salvación.

Una y otra vez, abría sus heridas para que otros pudieran beber de su sangre, sintiendo cómo su vida se escapaba en cada sorbo. Y cada vez que cerraba los ojos, no soñaba con amor… soñaba con escapar.

Cuando Orochimaru apareció, no la salvó. Le dio una jaula más elegante. Una prisión con pasillos iluminados y promesas envenenadas. Allí, Karin aprendió a reír sin alegría, a obedecer sin esperanza. Cada mueca, cada favor, era una cadena invisible que se apretaba más.

Su habilidad sensorial no era un don… era un radar de traiciones. Sus cadenas no eran armas… eran gritos solidificados.

Sasuke fue el único que se atrevió a mirarla a los ojos. No por amor. No por ternura. Sino porque vio en ella un espejo roto, igual que él.

Karin se aferró a esa mirada como un náufrago se aferra a una astilla en mitad del océano. Pero Sasuke no era un salvador. Era la tormenta final. Y cuando la hoja se acercó a su pecho, Karin no lloró. No rogó. Porque en el fondo, siempre supo que su destino era ser usada… incluso hasta el último latido.

La cadena escarlata que la mantenía viva se convirtió en su epitafio. Una cuerda invisible que unía todas sus heridas, todos sus sacrificios, y los arrastraba hasta el silencio absoluto. Porque en un mundo donde todos luchan por sobrevivir… Karin solo existía para que otros no murieran.