Fue un guardián… hasta que su corona se volvió una cadena. Enma, el gran rey mono, fue durante siglos el protector de aldeas y templos, la encarnación de la fuerza noble y la justicia implacable. Sin embargo, cada batalla ganada le arrebataba algo: un hermano caído, un juramento roto, un trozo de sí mismo.

Su reinado comenzó en la cima de la Montaña de las Mil Hojas, donde la sangre de su linaje se mezclaba con el viento y la tierra. Enma portaba su cetro como símbolo de paz, pero pronto comprendió que proteger también era matar… y que cada golpe dejaba una cicatriz más profunda que las heridas del enemigo.

En el fragor de la guerra, su mirada dejó de distinguir entre justicia y venganza. Aquellos que se acercaban a su corona encontraban un juicio rápido, inapelable… y mortal. La sangre que juró derramar solo para defender, comenzó a manchar sus propias manos con demasiada frecuencia.

Las crónicas cuentan que, en una noche roja como el ocaso, Enma enfrentó a tres clanes que amenazaban su reino. Los derrotó en un solo día… pero al caer el sol, se dio cuenta de que había aniquilado también a los mensajeros que traían un pacto de paz. Ese fue el día en que dejó de ser un rey… y se convirtió en un verdugo con corona.

Los monjes de Konoha relatan que su cetro, antaño un símbolo sagrado, adquirió una voluntad propia. Quien lo tocaba escuchaba los gritos de todos aquellos que había matado, y sentía el peso insoportable de una culpa que no era suya. Muchos se suicidaron intentando liberarse de esa carga.

Con el tiempo, Enma desapareció de los campos de batalla. Algunos dicen que aún reina en un reino oculto entre las nubes, donde entrena a guerreros para un conflicto que solo él conoce. Otros susurran que vaga como un espíritu, buscando un sucesor digno… o una víctima que pueda cargar con la maldición de la corona.

Porque en el trono de Enma, no hay gloria… solo el eco eterno de la sangre derramada.