El primer recuerdo de Haku no fue un abrazo ni una voz suave… sino el sonido del hielo formándose alrededor de su corazón.

En su aldea, su linaje no era un don, era una condena. Sus manos, tan pequeñas que apenas podían sostener una flor, se tiñeron de sangre antes de aprender a escribir su propio nombre.

Cuando su padre lo encontró, el miedo lo transformó en un monstruo. No hubo dudas. No hubo “te quiero”. Solo un golpe mortal… y la decisión de borrar al hijo que jamás pidió nacer. Pero el hielo respondió antes que el llanto. El hogar se volvió un mausoleo congelado. Y el pequeño Haku quedó solo entre cadáveres, abrazando el frío como único consuelo.

Zabuza apareció entonces, no como un salvador, sino como un espectro. Una silueta que le ofreció una salida: “Si no tienes por qué vivir… vive para mí.”

Haku no dudó. Abandonó su nombre. Abandonó sus sueños. Se convirtió en un espejo vacío, pulido solo para reflejar la voluntad de Zabuza. Cada misión, cada asesinato, era una flor de escarcha floreciendo en el campo de batalla. Nadie podía mirarlo a los ojos y salir vivo… porque no había ojos allí, solo un abismo nevado.

En su última misión, cuando sintió la amenaza sobre Zabuza, Haku no pensó en el mañana. No deseó sobrevivir. Saltó entre la hoja y el hombre al que entregó su alma, con la suavidad de un copo cayendo en un campo silencioso. No hubo un grito final. Solo un suspiro que se evaporó antes de tocar el suelo.

Zabuza lloró demasiado tarde. Las manos que mataron por él jamás sintieron un abrazo, ni un “gracias”, ni un “me importas”. Solo órdenes, silencio y la certeza de que nunca fue un hijo, ni un discípulo, ni siquiera un amigo. Fue un reflejo: hermoso, frágil y condenado a romperse.

Porque en esa vida, Haku no fue un humano. Fue el espejo que mostró a todos la crueldad del mundo shinobi… y se rompió para siempre.