Antes del Sharingan. Antes del brillo de los Sannin. Existió una hoja que cortó el cielo y dividió el alma de sus enemigos: Sakumo Hatake, el Colmillo Blanco.

Su espada no solo separaba carne… sino también voluntades. Bastaba escuchar su nombre para que los ninjas enemigos se rindieran sin luchar. Pero en Konoha, el verdadero enemigo no siempre fue externo.

Sakumo no luchaba por la gloria. No ansiaba títulos. Sus misiones se teñían de rojo solo porque la paz costaba sangre, y él estaba dispuesto a pagar el precio. Hasta que, en una misión decisiva, eligió salvar a sus compañeros antes que cumplir la orden final. Ese día, el verdadero filo que lo mató no fue un kunai… sino las miradas de su propia aldea.

El pueblo al que había protegido con sus huesos se convirtió en el verdugo silencioso. Sus amigos se apartaron. Los ancianos susurraban que era una vergüenza. El clan Hatake se convirtió en sinónimo de deshonra. Incluso su hijo, Kakashi, comenzó a mirarlo con esos ojos llenos de preguntas y decepción.

El guerrero que nunca conoció el miedo comenzó a perder batallas contra sí mismo. Las noches se volvieron un campo de guerra silencioso, donde cada recuerdo brillaba como una espada clavada en su mente. La culpa le devoró el alma como termitas a un árbol muerto. No hubo victoria. No hubo salvación.

Solo un hombre arrodillado ante el altar de su propio honor roto, sosteniendo el arma con la que había salvado tantas vidas… y ahora debía sellar la suya.

El Colmillo Blanco cayó sin testigos. Sin ceremonia. Sin tumba digna. Solo el eco de una última respiración en una casa demasiado grande y demasiado fría.

La aldea nunca construyó un monumento. Nunca hubo flores. Solo el silencio. Porque en Konoha, la historia no la escriben los héroes… la escriben los que sobreviven para ocultar los pecados que no soportan mirar.