Chiyo no siempre fue una bruja. Hubo un tiempo en que sus manos tejían sonrisas, en que las agujas solo servían para coser muñecas y no cadáveres. Pero la arena nunca olvida, y el desierto siempre cobra un precio.

El primer amor de Chiyo no fue un hombre… fue el veneno. Una sustancia que no distingue entre enemigo y aliado, entre niño y soldado. Cada gota era una promesa de silencio eterno. Cada marioneta que tallaba llevaba un susurro de venganza, una risa hueca que rebotaba en las paredes de su soledad.

Con el tiempo, el consejo de la aldea dejó de verla como una sanadora. La vieron como un arma viviente. Una abuela que tejía la muerte con hilos invisibles. Los niños la temían. Los adultos la usaban. Y Chiyo comenzó a confundir amor con utilidad, ternura con obediencia.

Su nieto Sasori fue la última chispa que le quedaba de humanidad. El único reflejo en el que se veía viva. Pero el odio creció más rápido que cualquier remedio, y Sasori desapareció entre marionetas bañadas en rojo. El día que Chiyo comprendió que había criado un monstruo, ya era demasiado tarde: su corazón era un trozo de arena endurecida.

Las guerras vinieron y se marcharon. Las marionetas de Chiyo bailaban en cada batalla, derramando más sangre de la que el desierto podía absorber. La anciana seguía adelante, su alma marchita arrastrándose como una sombra bajo el sol implacable. Porque en el fondo, Chiyo no buscaba ganar. Solo buscaba algo que le doliera más que perder a Sasori. Nunca lo encontró.

Cuando la última batalla llegó, Chiyo ofreció su vida como si fuera la última gota de agua en un pozo seco. No por redención. No por heroísmo. Sino porque ya no quedaba nada dentro de ella que valiera la pena guardar.

El mito cuenta que incluso después de muerta, el veneno de Chiyo sigue flotando en el viento del desierto. Invisible. Silencioso. Esperando a la próxima alma rota que desee convertir el amor en un arma.