Muchos lo llamaron el Kazekage más fuerte. El más temido. El más brillante. Pero nadie se atrevía a decir en voz alta la verdad: fue el Kazekage que convirtió el cielo sobre Sunagakure en un techo de hierro oxidado y el futuro en una cadena perpetua de dolor.

Desde joven, el Tercer Kazekage obsesionó su mente con el hierro que corre como sangre en el cuerpo de las marionetas, con la capacidad de manipular la arena ferrosa como si fuera una extensión de su propia furia. No veía la arena como protección. La veía como una celda. Y él era el carcelero absoluto.

Cada invasión, cada conflicto, era para él un laboratorio vivo. Analizaba la psicología de sus enemigos como quien disecciona insectos. Las alianzas no eran tratados de paz: eran acuerdos para observar con lupa cada traición latente, cada debilidad escondida detrás de una sonrisa diplomática. Porque el Tercer Kazekage no deseaba aliados… solo sujetos de prueba.

La aldea empezó a desmoronarse desde adentro. Los shinobi se volvían piezas, engranajes de un arma cada vez más grande y desalmada. El miedo se convirtió en credo, y el hierro en profecía. Sunagakure dejó de ser un hogar y se transformó en una fábrica de monstruos, diseñada para parir soldados sin alma.

Sus subordinados desaparecían en la noche, devorados por “entrenamientos especiales” que nadie se atrevía a cuestionar. Los niños crecían entrenando no para protegerse, sino para sobrevivir a su propio líder. Mientras tanto, el Kazekage pulía su técnica, obsesionado con llevar la liberación magnética al punto de controlar hasta el último grano de arena mezclado con hierro.

Un día, simplemente desapareció. Muchos dicen que Sasori lo convirtió en marioneta. Pero la verdad es más cruel: el Tercer Kazekage no murió. Fue reducido, convertido en un muñeco que sigue cargando el peso de cada grito, cada traición, cada alma rota… sin poder cerrar los ojos. Porque el mayor castigo para un tirano de hierro no es la muerte. Es seguir existiendo… sin voluntad.