Muchos rezan para encontrar luz. Otros oran para sanar heridas, para recibir perdón o proteger a sus seres queridos. Pero los seguidores de Jashin nunca pidieron salvación. Solo clamaron por la eterna danza de la masacre.

El Culto de Jashin no se fundó para unir almas, sino para separarlas del cuerpo. Sus rituales son himnos que se cantan entre charcos de sangre, letanías recitadas con gargantas desgarradas y cuerpos convertidos en altares vivientes. Para ellos, cada sacrificio es un poema, cada grito un verso sagrado.

Los sacerdotes de Jashin se alimentan del dolor ajeno como si fuera el maná de un dios hambriento. El dolor no es un medio, es el fin supremo. No hay dogma que les limite: cada herida abierta, cada corazón perforado, es una oración que asciende directamente al abismo. El círculo ritual que usan no es un simple símbolo: es una puerta que separa a los mortales de la eterna maldición de la inmortalidad.

Hidan fue el único rostro visible para el mundo exterior, pero no el único monstruo. Bajo las sombras, decenas de adeptos se retuercen en sus propios rituales interminables, buscando la purificación a través del derramamiento infinito. Para ellos, morir es un privilegio negado. El sufrimiento es el único camino digno hacia la divinidad.

Los aldeanos susurran que el Culto de Jashin no solo busca expandirse… sino infectar el concepto mismo de moralidad. Envenenar el alma del shinobi, enseñándole que matar no es un pecado… sino un acto sagrado. Convertir el campo de batalla en un templo, y el enemigo en una ofrenda.

Se dice que, si escuchas atentamente en noches de luna nueva, puedes oír los cánticos de Jashin resonando bajo la tierra. Un coro que no pide redención, sino una eternidad de guerra y sacrificio.

Al final, el Culto de Jashin no busca seguidores… busca víctimas dispuestas a arrodillarse y ofrecer su propia carne en el altar eterno.