En la aldea de la niebla, donde el silencio pesa y la muerte se arrastra entre charcos de sangre, hubo un hombre que no se conformó con matar. Jinpachi Munashi no buscaba la victoria… buscaba el espectáculo. Su risa era un presagio de muerte. Su espada, la temible Shibuki, no cortaba: estallaba.

Envuelta en pergaminos explosivos, cada movimiento de su arma convertía el campo de batalla en un infierno de fuego y vísceras. Jinpachi no era un espadachín tradicional; era un artista del caos. Donde otros veían enemigos, él veía carne para volar. Donde otros veían dolor, él veía belleza. Le gustaba acercarse lo suficiente para ver las pupilas dilatarse antes del estallido… y luego, solo humo, sangre y silencio.

Algunos afirman que hablaba con sus víctimas antes de asesinarlas, prometiéndoles que formarían parte de su “gran obra”. Otros decían que se cubría el rostro para ocultar las cicatrices… pero en realidad era para que no se viera su sonrisa constante. Sadismo, destrucción, locura. Jinpachi era una bomba andante, un psicópata con licencia para matar, un símbolo de la decadencia absoluta de Kirigakure.

Fue expulsado, perseguido, odiado incluso por los suyos. Pero nadie podía detenerlo. Hasta que lo hizo Jūzō Biwa, su propio compañero, cansado de los estallidos, de los gritos, de las pesadillas. Una noche, sin aviso, lo atrapó entre explosivos preparados con su propia espada y lo redujo a pedazos. No quedó cuerpo. No hubo tumba. Solo fragmentos de Jinpachi esparcidos por la niebla.

Y aun así… su risa parece seguir resonando cada vez que en Kirigakure algo explota sin razón.