Hubo un mundo donde la sangre no corrió por las calles de Konoha. Donde Itachi no lloró bajo la luna. Donde el clan Uchiha no fue reducido a cenizas… Porque Shisui lo impidió antes de que alguien pudiera oponerse.

No con violencia. No con fuego. Con un solo ojo.

Shisui, el niño prodigio de mirada melancólica y genjutsu absoluto, no saltó del acantilado en ese universo. No entregó su dōjutsu a nadie. Lo ocultó. Lo perfeccionó. Y lo usó.

Primero fue el Daimyō. Luego los ancianos del consejo. Después, los líderes del clan. Uno por uno, sus pensamientos fueron moldeados, sus convicciones reescritas con una sutileza tan perversa que ni ellos mismos supieron cuándo comenzaron a obedecerlo.

La guerra civil jamás estalló. El nombre “Uchiha” jamás se convirtió en una amenaza. Porque todos —aliados, enemigos, sombras— creían, con todo su ser, que Shisui debía gobernar. Y así lo hizo.

Ascendió como el sexto Hokage envuelto en vítores que no eran reales. Coronado por una aldea que no sabía que estaba dormida.

Y bajo su mandato, la paz reinó.

Pero no una paz viva, palpitante, imperfecta… sino una calma embalsamada. Un cementerio en forma de aldea. Las decisiones políticas dejaron de existir; todo ya estaba decidido. Las misiones se ejecutaban sin cuestionamientos. Los clanes obedecían sin resentimiento. Hasta el propio Itachi, libre de la culpa, caminaba como una sombra fiel… incapaz de dudar. De pensar por sí mismo.

El fuego de la voluntad no ardía. Solo titilaba, prisionero de un genjutsu eterno.

Con el paso de los años, Shisui dejó de hablar. De sonreír. De dormir. Porque en lo más profundo de su mente, entre las ruinas de lo que alguna vez fue un alma, comprendió la verdad:

Había salvado a todos… menos a sí mismo.

Y en lo alto del monumento Hokage, donde los héroes son recordados, no quedaba ningún rostro que lo mirara de verdad. Solo miradas vacías, moldeadas por su voluntad.

Porque en ese mundo… el mayor jutsu de todos no fue el Kotoamatsukami. Fue el silencio absoluto que dejó tras de sí.