El niño torpe que siempre llegaba tarde… jamás quedó enterrado bajo las piedras. No hubo gritos. No hubo el dolor que destrozó su alma. Obito Uchiha regresó al campo de batalla entero, respirando el polvo y el miedo, con los ojos fijos en el futuro que Kakashi le había prometido.

Pero en aquel mundo, la tragedia no desapareció… se disfrazó.

Obito volvió para encontrar a Rin muerta, atravesada por la mano de Kakashi. Sin la roca que lo fragmentara, Obito no escapó, no fue salvado por Madara… pero tampoco quedó completamente roto.

Su corazón ardió en un silencio asesino. No necesitó ser manipulado. No necesitó la máscara. Obito mató. Primero a los ninjas enemigos. Luego a los aliados que intentaron detenerlo. Con cada gota de sangre, su Sharingan ardía, mutando en Mangekyō por decisión propia, no por un plan externo.

No hubo luna sangrienta, no hubo palabras… solo un susurro: “Nunca más volveré a ser el que llegó tarde.”

Regresó a Konoha. Caminó por las puertas con la mirada perdida y la muerte grabada en su iris. Se enfrentó al consejo, a los ancianos, a los ANBU. Uno por uno cayeron. Kakashi lo esperó. No hubo discursos. No hubo explicaciones. Solo un choque de relámpago y sombra, hasta que el silencio consumió ambos corazones.

Al final, Obito se alzó solo sobre las ruinas de una aldea que alguna vez soñó proteger. No construyó un nuevo mundo. No soñó con el Tsuki no Me. Simplemente se quedó, quieto, entre cadáveres, con la mirada clavada en el cielo… buscando a Rin en un horizonte que jamás le respondería.

Porque en ese mundo, el verdadero enemigo no era Madara… era el dolor que nadie vio venir.