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💰 Kakuzu 💰

¿Qué ocurre cuando la codicia convierte al cuerpo en una biblioteca de vidas ajenas?

Kakuzu mostrando sus costuras y máscaras: un hombre-cartera cosido con hilos de vida ajena

💰 El Hombre que Vendió su Alma por Vidas Ajenas 💰

Hubo un mundo en que la moneda más valiosa no era oro ni territorio, sino latidos. Kakuzu entendió desde temprano que la vida podía fragmentarse, contabilizarse, intercambiarse. Donó su humanidad a la contabilidad: cosió su cuerpo con hilos que no sólo cerraban heridas, sino que mantenían vivos fragmentos ajenos. Para él, el alma se convertía en recurso y la longevidad en inversión.

Su economía moral fue simple y despiadada. Cada corazón ajeno que adquiría era un dividendo que pagaba intereses en días. No mataba por placer; compraba, tomaba, cosía. Sus manos sonaban a cuentas y cuchillas, su idioma era la factura y su templo, las bóvedas de carne que llevaba sobre la piel. Kakuzu no vivía con miedo a la muerte: vivía con el cálculo frío de quien sabe que siempre puede pagar el próximo plazo.

En la Akatsuki halló el mercado perfecto. Allí sus obsesiones —ahorrar vida, multiplicar créditos— encontraron aplicación práctica: tropas que no morían, misiones rentables, contratos sellados con sangre. Sus colaboradores no eran discípulos sino clientes y proveedores; compraban servicios, ofrecían cuerpos, entregaban información a cambio de una porción de eternidad cosida en su espalda.

En la realidad alterna que narramos, Kakuzu no se contentó con robar corazones sueltos. Diseñó una red de mercado negro donde la vida era moneda de cambio: aldeanos enteros desaparecían por deudas, guerreros ofrecían años a cambio de riquezas momentáneas. Las aldeas más pobres dejaron de ser comunidades y se transformaron en bancos de órganos humanos. Su figura se volvió ley económica: quien tenía deudas, pagaba con latidos; quien no tenía latidos, perdía todo aquello que la vida aún le permitía conservar.

Pero su ambición técnica fue más allá de la simple acumulación. Kakuzu experimentó con costuras, sellos y ritmos cardíacos hasta convertir su propio cuerpo en un compendio de vidas: máscaras con memórias, voces que hablaban en su nombre, corazones que latían a diferentes tiempos dentro de una sola carcasa humana. Esa multiplicidad le dio ventaja en el combate pero le robó unidad. A veces, en la madrugada, escuchaba ecos disonantes como si el peso de tantas existencias intentara reclamar protagonismo.

Su relación con la violencia fue pragmática: la veía como catalizador de activos. Las batallas no eran heroicas: eran liquidaciones. Él entraba, recolectaba, salía. Sus ingresos no se medían en saqueos, sino en años añadidos a su registro. Sin embargo, la contabilidad humana tiene sus consecuencias: cada corazón ajeno dejó una cicatriz moral que la ciencia de Kakuzu no podía suturar. La permanencia costaba indiferencia.

Con el tiempo, la leyenda se volvió alerta. Para muchos, Kakuzu fue monstruo y magnate a la vez: un hombre con bolsillo de demonio. Gobiernos y clanes intentaron regular el tráfico, pero el comercio de latidos encontró lagunas, cómplices y refugios donde no había ley. Y mientras el rumor crecía, Kakuzu seguía cosiendo, agregando piezas a su inventario, convencido de que la vida es un activo que, bien administrado, no tiene por qué agotarse.

La pregunta que lo perseguía en las noches en que nadie le rendía cuentas no era por dinero: era por precio. ¿Cuánto vale un latido? Para él la respuesta se definía por oferta y demanda, hasta que comprendió que la respuesta real era más oscura: cuanto más intentaba comprar la vida, más le costaba conservar la suya. En la suma final de cuentas, descubrió que la inmortalidad comprada devuelve una soledad que ninguna moneda puede cancelar.

☠️ Dato Prohibido ☠️

En los archivos que circulan en círculos oscuros se menciona una cláusula que Kakuzu aplicó a sus transacciones: un sello de deuda que vinculaba al deudor con el comprador. Ese sello no era sólo simbólico: se trataba de un proceso ritual que vinculaba el pulso de la víctima a un conjunto de marcas en la piel del comprador. Mientras el sello existiera, parte de la vitalidad del deudor quedaba anclada al patrón de costuras del intermediario.

Tras la caída de la Akatsuki, varios cofres con registros contables fueron saboteados; sin embargo, una copia parcial del “Libro de Cobros” sobrevivió. En él figuran nombres de aldeas, montos y fechas. Más inquietante aún: instrucciones sobre cómo activar un mecanismo de redistribución que podría hacer que latidos almacenados se vuelvan transferibles en masa. Técnicamente, eso significaría crear ejércitos reanimados sin la necesidad de recolección directa en cada enfrentamiento.

El dato prohibido más peligroso no es la técnica financiera, sino la moralidad que la respalda. Kakuzu dejó una última postdata: fórmulas para que quien administrara su legado pudiera decidir quién vive y quién paga. Esas fórmulas, en manos equivocadas, no sólo multiplican la violencia: institucionalizan un sistema donde la vida se convierte en deuda estructural. Por eso, la mayor preocupación de quienes conocen estos documentos no es el presente, sino la posibilidad de que alguien con recursos vuelva a abrir el mercado y normalice la compraventa de latidos.

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