La noche en que Obito atacó Konoha, nadie creyó posible que un solo hombre pudiera doblegar al Cuarto Hokage.

Pero en ese universo, el instante en que el kunai rozó su máscara, Obito no huyó. El Mangekyō brilló con un odio absoluto, y su Kamui se convirtió en un abismo sin fondo que devoró cada estrategia, cada destello de esperanza.

Minato Namikaze, el hombre más rápido, el héroe más brillante, no alcanzó a moverse. En un solo parpadeo, su luz fue apagada. Obito lo sostuvo en sus brazos por un momento, observando cómo el brillo se extinguía de sus ojos. No había victoria. Solo silencio. El último reflejo de un maestro que amó demasiado… y un alumno que no pudo ser salvado.

Sin Minato, Konoha cayó como un castillo de arena azotado por la marea. La barrera fue rota, el Kyūbi desatado sin oposición, y cada grito en la aldea se convirtió en un coro macabro que alimentó el vacío de Obito.

No hubo héroes en esa noche. Kushina murió tratando de contener al Kyūbi, sus cadenas rojas ahogadas por el rugido infernal. El consejo fue aniquilado antes de siquiera reunirse. Las raíces de la voluntad de fuego fueron arrancadas, quemadas y reducidas a cenizas.

Obito no quería gobernar. No quería reformar. Quería vaciar el mundo, borrarlo, convertirlo en un espejo roto donde cada fragmento reflejara su propio dolor.

Al amanecer, Konoha ya no existía. Solo quedaban ruinas y un cielo cubierto de cenizas. Obito caminó sobre los escombros, dejando huellas rojas en cada paso, mientras el Kyūbi se arrodillaba ante él, reconociendo la oscuridad absoluta que lo dominaba.

En el silencio final, Obito comprendió: No se trataba de un Tsuki no Me. No se trataba de un mundo ideal. Se trataba de destruir el corazón de cada hombre, hasta que no quedara ni un solo latido que recordara lo que fue amar.

Porque en ese mundo… la velocidad no bastó para salvar la luz.