El ataque del Kyūbi terminó como en nuestra historia, pero en esta realidad, el consejo decidió ocultar a Naruto… no en un orfanato, no en las sombras de la aldea, sino dentro del clan Uchiha. Un movimiento político frío, diseñado para mantener a los Uchihas vigilados, creyendo que cuidar a un niño marcado por el Kyūbi sería un ancla que los sometería.

Pero nadie entendió que el fuego Uchiha no se apaga… solo consume.

Naruto no creció persiguiendo migajas de cariño en las calles. Creció bajo el estricto entrenamiento de Fugaku, los consejos severos de Mikoto y el silencio absoluto de Itachi. Sasuke no fue su rival… fue su hermano menor. Naruto aprendió a moldear el odio como un arma. Aprendió a sentir orgullo, a mirar desde arriba a los demás, a invocar ese fuego que quema todo lo que no sea “familia”.

El Sharingan no tardó en florecer. El trauma, la presión y la sangre despertaron el poder en Naruto antes que en cualquier otro niño. Sus ojos se tiñeron de rojo, mientras el chakra del Kyūbi hervía dentro de él, mezclándose con la maldición de la venganza.

El clan Uchiha vio en Naruto su arma perfecta. Una nueva encarnación de su dolor, alguien que no llevaría el símbolo de la Hoja en el corazón, sino la espiral del odio en cada vena.

Cuando llegó el momento de rebelarse, Naruto lideró la avanzada. Itachi no se atrevió a traicionarlo. Sasuke lo siguió con devoción. Naruto se convirtió en el estandarte que guio la noche sangrienta donde el clan Uchiha encendió Konoha como una antorcha funeraria.

No hubo Hokage que pudiera detenerlo. No hubo héroes que pudieran redimirlo. Naruto no quería ser aceptado… quería ver arder el mundo que se atrevió a odiarlo antes de que pudiera siquiera hablar.

Porque en esa realidad, Naruto no encontró amigos. Solo encontró un hogar en el infierno.