En un mundo devorado por el silencio, Danzō se alzó sin aplausos, sin esperanza… sin oposición. La Tercera Gran Guerra Ninja fue el pretexto. La paranoia, su alimento. Y mientras los héroes discutían sobre ideales, él tejía el nuevo rostro de Konoha con hilos invisibles: un rostro sin expresión, sin compasión, sin alma. No hubo ceremonia. No hubo sucesión. Solo una decisión sellada con sangre y sellos de obediencia.

Su primer decreto fue simple: la libertad es debilidad. El segundo: el miedo es orden. Y el tercero jamás fue pronunciado… porque quienes lo escucharon no vivieron para repetirlo.

Los clanes ancestrales fueron despojados de orgullo y de poder. El Sharingan no era un tesoro del Uchiha… era un recurso militar. El Byakugan no era un don… era un arma clasificable. Todo ninja era propiedad de la aldea. Todo niño, un proyecto mutilado para la eficiencia. La Fundación Raíz dejó de ser una rama secreta… se volvió el tronco principal del Estado. En sus pasillos subterráneos se decidía la vida, la muerte… y el olvido.

Itachi Uchiha jamás habría tenido elección. Su destino no habría sido un dilema, sino una orden sin titubeos. Naruto Uzumaki habría sido sellado bajo tierra, convertido en experimento o bomba viviente. Sasuke no habría sido un renegado… habría sido una marioneta, movida por sellos y amenazas.

Danzō no buscaba admiración. Solo obediencia. El monumento a los Hokage fue derribado en su tercer año. En su lugar, una roca negra sin nombres. Porque bajo su régimen, los nombres eran peligrosos. Y la historia… solo se escribía desde su escritorio.

La guerra eterna fue institucionalizada. No como una tragedia, sino como una necesidad productiva. Los niños eran enviados a morir antes de aprender a vivir. Los ANBU ya no eran élite… eran la norma. Y la identidad individual, una amenaza al colectivo.

Aquel que sonreía sin permiso era observado. Aquel que preguntaba… eliminado. Konoha dejó de ser la aldea del fuego. Se convirtió en la aldea de las sombras permanentes.

En la cima del poder, Danzō no reinaba. Disecaba. A cada ideal, le cortaba las alas. A cada emoción, le ponía un bozal. Y a cada shinobi… una marca. Porque para él, amar era una debilidad. Y desobedecer… una sentencia.