En los pantanos oscuros de Kirigakure, donde la niebla lo consume todo y el silencio pesa como la muerte, surgió una fuerza descomunal que cambiaría para siempre la historia de la aldea. Fuguki Suikazan no era simplemente uno de los legendarios Siete Espadachines de la Niebla… era el terror encarnado. Una mole de músculos, cicatrices y desprecio por la vida, que blandía la espada viva Samehada como si fuera parte de su propio cuerpo. Allí donde caminaba, la tierra temblaba. Allí donde peleaba, la niebla se teñía de rojo. Su presencia paralizaba a sus enemigos y dejaba sin aliento incluso a los suyos. No se sabía si la espada devoraba chakra… o si devoraba almas.

Dicen que Fuguki cazaba de noche, cuando la niebla era más espesa y los gritos se perdían sin eco. Le gustaba alinear los cadáveres, colocarlos como estatuas sangrantes alrededor de su guarida y observarlos mientras entrenaba. Algunos afirmaban que hablaba con ellos… otros, que los hacía estallar por diversión. Era una mente torcida atrapada en un cuerpo de coloso. La guerra no lo convirtió en monstruo: él fue el monstruo que la guerra liberó. Nadie sabía realmente de dónde venía, pero todos sabían hacia dónde iba: donde hubiera muerte, allí estaría Fuguki. Y nadie, ni siquiera los suyos, se sentía completamente seguro a su lado.

Pero no todo en su historia fue puro salvajismo. También fue líder. Maestro. Instructor. Y el alumno al que más tiempo dedicó fue Kisame Hoshigaki, un joven brutal, silencioso y prometedor. Fue él quien le enseñó a controlar Samehada, quien le enseñó que los sentimientos eran una debilidad, y que la compasión solo servía para enterrar a los muertos. Kisame lo observaba con devoción, como se observa a un dios… o a un demonio. Pero con el tiempo, Fuguki mostró su verdadera cara: vendía secretos a espaldas de la aldea, intercambiaba información por poder. Su autoridad no era honor, era corrupción disfrazada de tradición. Y Kisame, el discípulo más letal que jamás tuvo, no tardó en notarlo.

El día que Fuguki cayó no hubo advertencia. No hubo batalla. Solo un instante helado en el que Kisame, empuñando la misma Samehada que una vez compartieron, lo atravesó con violencia brutal. Fue una ejecución. Un castigo. Una traición inevitable. Fuguki se desplomó sobre su propio charco de sangre, mirando por última vez a aquel que formó con sus propias manos. No dijo nada. No hubo súplica. Solo la muerte… y el eco húmedo de la niebla cerrándose sobre su cuerpo. Así terminó Fuguki Suikazan: traicionado por su creación, devorado por la misma oscuridad que cultivó durante años. Pero su legado… no desapareció. Porque cada crimen de Kisame, cada acto despiadado, llevaba la marca indeleble de su maestro.